Antonio Gutiérrez Vegara *
El pasado 22 de junio se sometió a votación en el Congreso la convalidación del decreto sobre reforma de la negociación colectiva. Pero la impericia del Gobierno propició que con el voto se dilucidara otra cuestión: su propia supervivencia. Tanto el PP como los nacionalistas habían decidido el día anterior abstenerse respecto del decreto y promover su posterior tramitación como ley. Sin embargo, una vez hubieron percibido que el Gobierno mismo vinculaba su suerte a la aprobación del decreto, empezó el baile. Los tres grupos pasaron al voto negativo, pero vascos y catalanes, tras bailar con los populares la mayor parte de la sesión, terminaron cambiando de pareja en el último instante y retornaron a la abstención, previo pago por el Gobierno de un alto precio sin reparar en sus consecuencias; como los que se entregan cuando se está entre la bolsa o la vida.
El decreto aprobado en el Consejo de Ministros ya empeoró el borrador que unas horas antes se había comentado con los sindicatos, de tal forma que los patronos tendrán, entre otras prerrogativas, las de aplicar en sus empresas salarios por debajo del sueldo base fijado en el convenio sectorial de referencia, pagar menos por las horas extraordinarias, redistribuir la jornada laboral y las vacaciones, adaptar a su antojo el sistema de clasificación profesional y las modalidades de contratación; segmentar a las plantillas con convenios por franjas de empleados, lo que se traducirá en modificaciones regresivas de las condiciones de trabajo. Y si tenemos en cuenta que el 92% de las empresas españolas tienen menos de 50 trabajadores podemos imaginar el desequilibrio de fuerzas a favor del empresario que la reforma va a comportar.
Abaratando costes salariales y endureciendo las condiciones de trabajo, podrán algunas empresas elevar la productividad por cabeza ocupada, pero raramente optarán por crear ni un solo empleo más, y menos aún mejorarán la productividad por hora trabajada con nuevas inversiones de capital, que es la que a fin de cuentas nos procurará una competitividad más solvente y sostenible, ya que las ganancias de competencia en precios son un espejismo que se difumina cada vez más rápidamente en un mercado mundializado al que acceden países emergentes con precios y salarios más ventajosos. En definitiva, no es una reforma equilibrada que dota de mayor flexibilidad interna a las empresas a cambio de mayor participación de los trabajadores, sino una clara desregulación de las condiciones laborales, que descuartiza la negociación colectiva y fragiliza los derechos. Un nuevo destrozo que se suma al de la reforma laboral del año pasado, que enlugar de empleos sigue produciendo precariedad laboral, y basado también en falsos estereotipos sobre la rigidez de nuestras instituciones laborales machaconamente agitados.
El descuelgue salarial es posible en España desde hace 30 años, con más amparo legal en el Estatuto de los Trabajadores que las cláusulas de revisión salarial, basta con una mínima acreditación por parte del empresario sobre las dificultades económicas de su empresa, y que la Comisión de Seguimiento del Convenio en el que esté encuadrada lo avale, es decir, con elementales dosis de transparencia y participación de los afectados. Ni por el derecho laboral vigente ni por hechos constatables se puede presentar una sola empresa que haya tenido que cerrar porque le obligaran a pagar salarios inasumibles; sin embargo, sí son habituales los casos de plantillas enteras que aceptan congelación y/o reducciones de sus salarios durante uno o más ejercicios para evitar la quiebra de la empresa y pérdidas de empleo, aunque tales sacrificios hayan sido defraudados en más de una ocasión.
La racionalización de la estructura de la negociación colectiva para articularla mejor entre las empresas y los sectores la pactaron autónomamente las confederaciones patronales y sindicales en 1997; pero las propias cúpulas empresariales de la época reconocieron sus dificultades para sortear los intereses creados de sus sectoriales y territoriales en los viejos convenios provinciales. También entonces acordaron la Solución Extrajudicial de Conflictos Colectivos, dotándose de un Servicio de Mediación y Arbitraje y renovando sus criterios de funcionamiento puntualmente cada cuatro años, de forma tal que allí donde se aplica, más en empresas que en sectores, no hay que esperar 8 ni 14 meses para superar bloqueos negociales como impone la reforma recientemente decretada, sino cinco desde la constitución de las mesas de negociación.
Durante el reciente proceso de diálogo social abortado por la actual dirección de la CEOE han rechazado la propuesta de CC OO y UGT de darle eficacia directa a dicho acuerdo para que pudiera extenderse sin más dilación a todos los sectores y territorios, ya que son sus patronales afiliadas las que en importantes ramas de actividad se siguen negando a los procesos de mediación y arbitraje voluntarios.
Ahora el Gobierno le ha puesto a su alcance un arbitraje obligatorio (posiblemente inconstitucional), con tal de zafarse de su deber de negociar durante unos cuantos meses. Ese deber, esencial en unas relaciones laborales democráticas, se sustancia precisamente gracias a la ultractividad de los convenios, para que ni el empresario crea que puede hacer tabla rasa de las condiciones fundamentales de trabajo acordadas libremente cada vez que vence el convenio, ni los representantes sindicales se atrincheren en demandas desmedidas sin asumir la responsabilidad de la congelación salarial de sus representados.
Pero el colmo ha sido ceder ante los grupos nacionalistas que los convenios autonómicos puedan prevalecer sobre los nacionales. De un plumazo se rompe la unidad de mercado, se introduce una considerable inseguridad para inversores propios y foráneos, pueden convertir en papel mojado los Acuerdos Interconfederales que tan decisivos han sido para moderar el crecimiento de los salarios y suponen un injustificable debilitamiento de la capacidad contractual de las grandes centrales sindicales más representativas y democráticas, UGT y CC OO, quienes por cierto siempre han sido y son vectores de primer orden en la vertebración social y económica de nuestro país.
De la magnitud del desaguisado nos ha dado una idea el portavoz del grupo nacionalista vasco cuando ha venido a decir que jamás había soñado con obtener una reivindicación tan histórica del nacionalismo tan fácilmente. El más difícil todavía le rebota al candidato socialista, ya que sin un serio y verificable compromiso de rectificar estos dislates no tendrá fácil recabar apoyos entre las afiliaciones de UGT y CC OO sin que parezca probable que pueda compensarlos con el de los sindicatos ELA-STV, próximo al PNV, y el abertzale LAB. Por otra parte, a quienes piden mejorar la democracia se les responde, más allá de algunas palabras complacientes, con su deterioro donde más les duele, en el espacio donde se ventilan sus condiciones de vida y de trabajo, en la negociación colectiva, que a fin de cuentas es el corolario de la democracia industrial.
Pactar para arrimar el hombro ante retos comunes engrandece a la política, pero urdir cambalaches que aprovechan a quienes siempre barren para casa la envilece. Por no hacerles el juego a estos últimos y por lealtad al Gobierno que apoyo, voté la convalidación del decreto aun estando en contra; pero a la vista del apaño final, que no conocí hasta después de la votación, y convencido de que no servirá para salir del bache económico y de que aún acentuará más el fracaso político, quiero dejar claro mi rotundo no.
* presidente de la Comisión de Economía del Congreso.
Publicat a EL PAÍS de 01/07/2011
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