En los años 30 del siglo pasado se produjo en los círculos académicos ingleses un intenso debate entre dos posturas encabezadas por Keynes y Hayek.
Keynes propugnaba el control de la economía, sobre todo, en las épocas de crisis. Este control se ejercía mediante el gasto presupuestario del Estado. La justificación económica para actuar de esta manera, parte sobre todo, del efecto multiplicador que se produce ante un incremento en la demanda agregada, desde la premisa que es la demanda la que determina la producción y no al revés.
Hayek, por su parte, propugnaba que cualquier actividad económica esté únicamente sometida a los dictados del mercado, incluso en épocas de crisis e incluidas áreas como la sanidad o la educación.
En ese momento, ya en EEUU se estaban poniendo en práctica las teorías keynesianas a través del New Deal de Rooswelt, mientras en la Europa obsesionada por el control del déficit, el deterioro económico y social permitía el ascenso de los fascismos. El triunfo del keynesianismo, que parecía definitivo tras la Segunda Guerra Mundial, permitió el desarrollo sostenido de la Europa Occidental y la creación y consolidación de un potente Estado de Bienestar.
Pero las teoría de Hayek no estaban muertas, solamente hibernadas. Reaparecen con fuerza con Milton Friedman y la Escuela de Chicago a fínales de los 60 y son la base de la política económica de Reagan y Thatcher en los 80 y abriendo paso a partir de entonces tanto en los países desarrollados como en los países emergentes.
Sin embargo, en los 70, Milton Friedman encuentra una situación propicia para un primer experimento en el Chile que aparece tras el golpe de Estado de Pinochet de 1973. Una situación ideal para poner en práctica sus ideas ultraliberales con la respuesta social acallada bajo un régimen de feroz represión, algo similar a lo que hoy ocurre en China.
A modo de ejemplo, podemos poner la educación que, como bien decía Hayek, debía convertirse en un gran espacio de negocio como otros sectores productivos. La política educativa pinochetista ha pervivido en el período democrático abierto a partir de los 90 y solo a última hora en 2007 Bachelet hizo tímidas reformas dando repuesta a un primer estallido de protestas estudiantiles.
La educación no universitaria en Chile está impartida por tres tipos de centros. El 48% del alumnado se escolariza en centros municipales, el 43 por ciento en centros privado subvencionados y el 9 por ciento en centros privados sin subvención. Los centros municipales cuentan con una subvención del Estado que suele llegar al 45 por ciento del coste. Por lo tanto, un primer elemento de desigualdad es que según los recursos de los municipios que financian el otro 55 por ciento habrá una educación con más o menos recursos, con más o menos calidad.
Los colegios privados subvencionados no lo son en su totalidad. La aportación de los padres ronda los 50 euros/mes alumno y ello en un país donde el 60 por ciento de los hogares ingresan menos de 800 euros/mes, con lo que la segregación del alumnado en base al estrato social de pertenencia está servida.
Si hablamos de la educación superior, en las 60 universidades chilenas (la mayoría privadas) la situación es mucho más dura, porque en las universidades públicas, también, el estudiante se paga de su bolsillo la mayor parte del coste, lo que significa un gasto de entre 250 y 600 euros mensuales. Eso hace que el 70 por ciento de los estudiantes universitarios chilenos tengan que acudir a los créditos universitarios para financiarse sus estudios universitarios.
Todo esto produce como efecto que, en el índice Duncan, que mide el grado de segregación social en las escuelas, Chile tiene el dudoso honor de ocupar uno de los primeros lugares del ranking con un 0,68 sobre 1. La media de la OCDE es del 0,46 y Suecia está a la cabeza con un 0,35. Asimismo, Chile está a la cola en gasto público educativo con un 3,6% del PIB, por un 4,2 por ciento en España, un 5,2 en el promedio de la OCDE y un 6,7 por ciento en Dinamarca. Por contra en gasto de las familias, Chile está en cabeza con un 3,3 por ciento del PIB, por un 0,7 por ciento de la OCDE, un 0,5 por ciento de España y un 0,3 por ciento en Dinamarca.
Pero, la educación no es un compartimento estanco en la sociedad chilena, es la parte de un todo profundamente desigual. Así, el índice GINI que mide la desigualdad social global indica que Chile está en cabeza de la clasificación con un desigualad del 0,54 sobre 1, por el 0,32 de España, el 0,31 de la OCDE y el 0,23 de Suecia. Y eso tiene mucho que ver con el dato del gasto social. Este gasto es del 13 por ciento del PIB en Chile, del 25 por ciento en la OCDE, del 26 por ciento en España y del 50 por ciento en Suecia lo que, lógicamente, tiene directa relación con la carga tributaria que es del 20 por ciento en Chile, del 35 por ciento en España y la OCDE y del 50 por ciento en Suecia.
Para finalizar decir que algunos políticos y políticas de la derecha en España ya están reflexionando sobre la necesidad de caminar hacia el modelo educativo chileno, modelo educativo inspirado en la teorías económicas de Hayek, Milton Friedman y la escuela de Chicago y que no ha hecho más que acabar con la cohesión social colaborando a configurar una sociedad profundamente desigual.
nuevatribuna.es | José Manuel Marañón |12 Octubre 2011
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